Venezolanidad, ¿cuál venezolanidad?
El petróleo configuró la Venezuela que hoy conocemos
ANTONIO COVA | ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL
sábado 2 de julio de 2011 12:00 AM
En el convite del mundo actual, ése que se dice "globalizado", hay muchos participantes y cuando algunos de ellos sale a ofrecer sus signos de identidad nos damos cuenta de que son muchos siglos los que tienen a sus espaldas. Tomemos a los chinos, que tan de moda están hoy en día. Ellos son, así lo descubre uno apenas se asoma a su historia, la única sociedad que puede competir de tú a tú con el Egipto faraónico.
En efecto, si Egipto -el faraónico- se desplegó en la costa sur del Mediterráneo, China presenta rasgos muy parecidos -sin el desierto, por fortuna- con la notable diferencia de que su larga duración llegó hasta morder la segunda década del siglo XX.
China permaneció durante muchos siglos aparentemente impasible frente a los cambios fenomenales que iban teniendo lugar en el resto del mundo. Sería desde tiempos de Marco Polo, en los estertores de la Edad Media, que su identidad iba a asombrar a los europeos y ese asombro se convertiría en una mitificación desde que los jesuitas tocaran a sus puertas en la agonía del siglo XVI.
Si dirigimos la mirada a su vecino, el Imperio del Sol Naciente, de nuevo aparecen rutilantes esas señales. Vamos contando una y otra sociedad y sumergirnos en muchas de ellas nos llevaría toda una vida. Baste con citar algunos de nuestros vecinos, Perú y México para no ir tan lejos. Sobrado tiempo llevan sus arqueólogos e historiadores tratando de establecer cuál fue el comienzo -Machu Pichu, incluso, es de reciente aparición en el mundo de la historia prehispánica de América- y por eso todavía hurganpara establecer su identidad.
Si eso es así, ¿cómo hacer con las señas de identidad de los venezolanos? Antes que nada hemos de constatar un hecho: no somos únicos en el mundo de los de corta duración. No, hay muchos que nos hacen compañía. Brasil, Chile y Argentina vienen de atrás apenas. Y lo más singular, tenemos un compañero que por sobrecogedora que sea su presencia actual es imposible obviar que es de muy reciente data: los Estados Unidos de América son, incluso más jóvenes que nosotros.
Ya teníamos casi un siglo instalados en esta tierra y todavía faltaban décadas para que los primeros singulares "exilados ideológicos" de las agitadas Islas Británicas arribaran a la costa este de las vastas planicies del Norte.
Cosa singular, envejecerían con mucho mayo rapidez que sus obligados vecinos de lengua española.
Hoy lucimos "países emergentes" frente a la primera potencia mundial a la que China pisa los talones.
La sorprendente Tierra Firme Venezuela tiene el honroso título de haber recibido las primeras pisadas de Cristóbal Colón y su peculiar comparsa en "tierra firme", o lo que es lo mismo en zona continental. No éramos una isla, pues. Otros países, un tiempo después, recibirían la visita del mundo al que transformarían en el primer Imperio de ultramar: la España de los Austria, que iniciaran los Reyes Católicos, Fernando e Isabel. Algunos de ellos podían contemplarles de tú a tú. México y Perú eran Imperios con iguales títulos que los que ostentaban sus "descubridores". Nosotros no.
Pero, ¿a qué españoles recibieron los escasos habitantes de aquella tierra? Pues a unos aventureros atraídos con frenesí por el oro y el honor. Su esperanza era que el primero pudiera comprar al segundo y asegurarle larga vida. Inexorablemente eso nos llevaría a una sociedad que lo que tenía de explayada en un vasto territorio lo tendría de fuertemente jerarquizada. Con horror descubriríamos las consecuencias de tan férrea jerarquización en la segunda década del siglo XIX.
Marco Polo, a lo mejor sin proponérselo, había creado una imagen de Oriente: el oro que se mostraba procaz en todas sus ciudades. Y los españoles juraban que "habían llegado al Oriente" por otra puerta, por la puerta de atrás. Eso fue lo que el genovés Colombo no dejó de mercadear una vez que se empecinó en que la Tierra no era como creían que era.
Toda la primera mitad del fabuloso siglo XVI no hizo otra cosa que ver un trajín continuo. De la seca a la meca empobrecidos españoles iban a la caza del oro que estaban empeñados estas tierras con celo guardaban. Eso fue lo que hace años la película Jericó mostró admirablemente. Allí fue cuando descubrimos que los indígenas eran capaces de mostrar una inteligencia singular: a los agitados exploradores que con afán y premura indagaban por el oro, una y otra vez les indicaban que debían dar la vuelta y devolverse. ¡El oro estaba por donde ellos habían pasado!
Rápido los españoles se cansaron y oyeron del asombro de su compatriota, Hernán Cortés: el oro -y en abundancia- les esperaba a muchas leguas de distancia y había que apurarse antes de que otros lo agotasen. Comenzó nuestro primer despoblamiento y, cosa singular, nuestra primera adaptación.
Para quienes se quedaron, si no había oro, pues allí estaban picos y palas, o como decían en aquellos tiempos, los instrumentos de labranza. Y apareció entonces la primera bendición del calor del trópico: un árbol singular que los aztecas cosechaban con esmero, el Xocoatl. Nacieron allí y entonces nuestros primeros "grandes cacaos".
Pero para serlo hacían falta esclavos y ya estaba el negocio montado. Había aparecido así el tercer grupo que conformaría lo que llamamos Venezuela. Tuvimos, eso sí, una suerte singular -el siglo XX con sus larvados conflictos raciales nos lo ha hecho saber- carecimos, desde tiempo tan atrás, de cualquier temor a mezclarnos. Fue eso lo que produjo el peculiar color que adorna a los habitantes de esta Tierra de Gracia: somos café con leche. Unos con más café -la mayoría- otros con más leche. Con el tiempo se vería que quienes tenían más leche, en el peculiar sentido venezolano, también "tenían más leche".
Una ruta asombrosa
Esa leche se comenzó a "cortar" con la aparición en el escenario europeo del militar más notorio de aquel tiempo, el francés Bonaparte. Fue él quien, al desarmar la congelada estructura aristocrática del poder Borbón español, produjo un singular tsunami social en la otra orilla del Atlántico. Lo que Madrid mostró aquel Mayo de 1808: la primera insurrección popular fuera de Francia, se repetiría por doquier en la América española.
Lo que Venezuela viviría la segunda década del siglo XIX dejaría una huella que aún sangra, pero que con la seguidilla que tuvo hasta 1935 nos legaría una profunda alergia al conflicto social. La Venezuela post gomecista no se puede comprender sin ella, ni tampoco la bendición que supuso un siglo XX con una paz excepcional.
¿Y cómo se pudo mantener esa alergia por un siglo? Pues porque hubo algo que la alimentó sin cesar: el petróleo. La Venezuela de estos cien años no puede entenderse sin él y son sus avatares en el mercado los que han pautado nuestros sobresaltos.
Con el petróleo, la sociedad que dejamos de ser en la turbulentas primeras décadas del siglo XIX se configuró la Venezuela que tenemos hoy, y que lucha para no volver a los tiempos de Boves y su pandilla
En efecto, si Egipto -el faraónico- se desplegó en la costa sur del Mediterráneo, China presenta rasgos muy parecidos -sin el desierto, por fortuna- con la notable diferencia de que su larga duración llegó hasta morder la segunda década del siglo XX.
China permaneció durante muchos siglos aparentemente impasible frente a los cambios fenomenales que iban teniendo lugar en el resto del mundo. Sería desde tiempos de Marco Polo, en los estertores de la Edad Media, que su identidad iba a asombrar a los europeos y ese asombro se convertiría en una mitificación desde que los jesuitas tocaran a sus puertas en la agonía del siglo XVI.
Si dirigimos la mirada a su vecino, el Imperio del Sol Naciente, de nuevo aparecen rutilantes esas señales. Vamos contando una y otra sociedad y sumergirnos en muchas de ellas nos llevaría toda una vida. Baste con citar algunos de nuestros vecinos, Perú y México para no ir tan lejos. Sobrado tiempo llevan sus arqueólogos e historiadores tratando de establecer cuál fue el comienzo -Machu Pichu, incluso, es de reciente aparición en el mundo de la historia prehispánica de América- y por eso todavía hurganpara establecer su identidad.
Si eso es así, ¿cómo hacer con las señas de identidad de los venezolanos? Antes que nada hemos de constatar un hecho: no somos únicos en el mundo de los de corta duración. No, hay muchos que nos hacen compañía. Brasil, Chile y Argentina vienen de atrás apenas. Y lo más singular, tenemos un compañero que por sobrecogedora que sea su presencia actual es imposible obviar que es de muy reciente data: los Estados Unidos de América son, incluso más jóvenes que nosotros.
Ya teníamos casi un siglo instalados en esta tierra y todavía faltaban décadas para que los primeros singulares "exilados ideológicos" de las agitadas Islas Británicas arribaran a la costa este de las vastas planicies del Norte.
Cosa singular, envejecerían con mucho mayo rapidez que sus obligados vecinos de lengua española.
Hoy lucimos "países emergentes" frente a la primera potencia mundial a la que China pisa los talones.
La sorprendente Tierra Firme Venezuela tiene el honroso título de haber recibido las primeras pisadas de Cristóbal Colón y su peculiar comparsa en "tierra firme", o lo que es lo mismo en zona continental. No éramos una isla, pues. Otros países, un tiempo después, recibirían la visita del mundo al que transformarían en el primer Imperio de ultramar: la España de los Austria, que iniciaran los Reyes Católicos, Fernando e Isabel. Algunos de ellos podían contemplarles de tú a tú. México y Perú eran Imperios con iguales títulos que los que ostentaban sus "descubridores". Nosotros no.
Pero, ¿a qué españoles recibieron los escasos habitantes de aquella tierra? Pues a unos aventureros atraídos con frenesí por el oro y el honor. Su esperanza era que el primero pudiera comprar al segundo y asegurarle larga vida. Inexorablemente eso nos llevaría a una sociedad que lo que tenía de explayada en un vasto territorio lo tendría de fuertemente jerarquizada. Con horror descubriríamos las consecuencias de tan férrea jerarquización en la segunda década del siglo XIX.
Marco Polo, a lo mejor sin proponérselo, había creado una imagen de Oriente: el oro que se mostraba procaz en todas sus ciudades. Y los españoles juraban que "habían llegado al Oriente" por otra puerta, por la puerta de atrás. Eso fue lo que el genovés Colombo no dejó de mercadear una vez que se empecinó en que la Tierra no era como creían que era.
Toda la primera mitad del fabuloso siglo XVI no hizo otra cosa que ver un trajín continuo. De la seca a la meca empobrecidos españoles iban a la caza del oro que estaban empeñados estas tierras con celo guardaban. Eso fue lo que hace años la película Jericó mostró admirablemente. Allí fue cuando descubrimos que los indígenas eran capaces de mostrar una inteligencia singular: a los agitados exploradores que con afán y premura indagaban por el oro, una y otra vez les indicaban que debían dar la vuelta y devolverse. ¡El oro estaba por donde ellos habían pasado!
Rápido los españoles se cansaron y oyeron del asombro de su compatriota, Hernán Cortés: el oro -y en abundancia- les esperaba a muchas leguas de distancia y había que apurarse antes de que otros lo agotasen. Comenzó nuestro primer despoblamiento y, cosa singular, nuestra primera adaptación.
Para quienes se quedaron, si no había oro, pues allí estaban picos y palas, o como decían en aquellos tiempos, los instrumentos de labranza. Y apareció entonces la primera bendición del calor del trópico: un árbol singular que los aztecas cosechaban con esmero, el Xocoatl. Nacieron allí y entonces nuestros primeros "grandes cacaos".
Pero para serlo hacían falta esclavos y ya estaba el negocio montado. Había aparecido así el tercer grupo que conformaría lo que llamamos Venezuela. Tuvimos, eso sí, una suerte singular -el siglo XX con sus larvados conflictos raciales nos lo ha hecho saber- carecimos, desde tiempo tan atrás, de cualquier temor a mezclarnos. Fue eso lo que produjo el peculiar color que adorna a los habitantes de esta Tierra de Gracia: somos café con leche. Unos con más café -la mayoría- otros con más leche. Con el tiempo se vería que quienes tenían más leche, en el peculiar sentido venezolano, también "tenían más leche".
Una ruta asombrosa
Esa leche se comenzó a "cortar" con la aparición en el escenario europeo del militar más notorio de aquel tiempo, el francés Bonaparte. Fue él quien, al desarmar la congelada estructura aristocrática del poder Borbón español, produjo un singular tsunami social en la otra orilla del Atlántico. Lo que Madrid mostró aquel Mayo de 1808: la primera insurrección popular fuera de Francia, se repetiría por doquier en la América española.
Lo que Venezuela viviría la segunda década del siglo XIX dejaría una huella que aún sangra, pero que con la seguidilla que tuvo hasta 1935 nos legaría una profunda alergia al conflicto social. La Venezuela post gomecista no se puede comprender sin ella, ni tampoco la bendición que supuso un siglo XX con una paz excepcional.
¿Y cómo se pudo mantener esa alergia por un siglo? Pues porque hubo algo que la alimentó sin cesar: el petróleo. La Venezuela de estos cien años no puede entenderse sin él y son sus avatares en el mercado los que han pautado nuestros sobresaltos.
Con el petróleo, la sociedad que dejamos de ser en la turbulentas primeras décadas del siglo XIX se configuró la Venezuela que tenemos hoy, y que lucha para no volver a los tiempos de Boves y su pandilla
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